sábado, 27 de junio de 2015

Uno de esos misterios

Esperaba en la fila con el pasaporte en la mano y no podía dejar de pensar en esas caras que se te cruzan de refilón en la puerta de un supermercado, en esos ojos azules que se te posan un instante al entrar en un ascensor, cuando te acercas y casi los hueles y te empapas en su aroma y te disuelves en él. Sí, tan concentrado estaba que no podía dejar de pensar en eso y en mucho más (una sonrisa enorme que se abría bajo esos ojos en el ascensor), esperando en la fila, pasaporte en mano, cuando las señas de una china-policía me hicieron avanzar. Me detuve frente a la cabina, mirando a lo lejos, la línea fronteriza, mientras la china abría el pasaporte y me miraba, mientras volvía a mirar el pasaporte para volver a mirarme. Ahora que lo pienso, qué otra cosa podía esperar de ella más que su mirada, así, punzante. Lo sé, lo sé, podría haber dicho, apoyándome en la cabina, perdona corazón pero los restos de mi barba se han disuelto hace un rato y mira, aquí sólo me queda un poco de cara lampiña que ofrecerte, una cara lampiña y distraída que te intenta sonreír. Pero no. No había manera. Yo miraba a lo lejos como si aún estuviese en el ascensor (esperando una sonrisa) y no me salía ninguna palabra del estilo: entiéndelo querida, una tomadura de pelo, aféitate para los niños, ya verás, qué bien, qué maravilla. En vez de eso, en vez de hablar, pude ver a la china que cogía el teléfono y agachaba la voz sacando la cabeza. Entonces aparecieron otros chinos. Dos. Un chino-cerdo y una china-elefante (ambos policías) que me llevaron a un cuartucho gris y destartalado que me hizo sentirme en otro tipo de ascensor donde, aún así, seguía buscando esos ojos azules.
El chino-cerdo miraba el pasaporte. La china-elefante señalaba los bultos, qué vienes a hacer aquí si tú no eres tú, ¿quieres ser famoso?, señalando el saxo, porque tú no eres tú, preguntando, ¿quieres ser famoso? Y yo no entendía nada, palabra, nada más que pensaba en los ojos y en la posibilidad de encenderme un cigarrillo allí mismo para poder pensar. ¿Quieres ser famoso?, venga, venga, ¿tienes al menos un DNI?, mientras el chino-cerdo giraba el pasaporte intentando comprender si mi nuca era mi pelo y mi barba era mi cuello o era una pose geométrica invertida. Ambos agitaron el DNI de tal manera que parecía marearse en el aire de aquel cuartucho cochambroso en el que me habían sentado, comparando mi cara, su cara, y su otra cara en el pasaporte, porque ¿era yo ese yo o me había quedado a medio camino?, hasta que finalmente, casi decepcionados, sellaron una esquina de mi pasaporte barbudo que, en el fondo, debía de estar por allí también. Y a lo mejor quería ser famoso.
No me habían prohibido, menos mal, pero la tintinela me seguía en la cabeza, dando vueltas por las cintas transportadoras donde las maletas de otros viajeros parecían aplastadas y mohínas, en sus propios ascensores. Supongo que mi maleta salió de las primeras y la dejé girar, así como estaba (ay los ojos, ay su esplendor), tan sólo desconcentrándome un instante para pensar en un cigarrillo bien encendido que me empapase la azotea y me dejase salir de una vez, ¡fuera!, ¡al aire!, ¡únete tabaco con tu maestra polución! Por fin, después de un rato, conseguí abrir los ojos a la cinta transportadora y la maleta estaba allí, solitaria, a punto de ser cogida, todavía con ganas de seguir girando o, lo que es lo mismo, subiendo y bajando sin importar los pisos ni las escaleras de emergencia. Entonces pensé que ya se había acabado, que la maleta rodaba y que era el momento de pulsar un botón, abrir las puertas, despedirme de esos ojos y salir a un rellano para fumar un cigarrillo tranquilamente. Pero no. Las historias rara vez terminan cuando se abren las puertas y mucho menos si, al otro lado, te enfrentas con la legislación china. Sí, prohíbeme, haz lo que quieras. Devuélveme a la luz. Pero la luz era diáfana y Joy, a la espera como buena china-muro-de-contención, sostenía un carteltio con mi nombre rallado y tachado varias veces, como si tampoco ella estuviese segura de que ese yo (mi nombre en el cartel) fuese yo (el que fuese). No había forma de fumarse un cigarrillo, eso me lo dijo Joy. Está prohibido. ¿Dónde? En todos lados. ¿Dónde? Para siempre. ¿No puedo salir del ascensor?, me quedaría de por vida, pero es que quiero fumarme un maldito cigarrillo. Pero ella ya había cogido la maleta y caminaba hacia los tornos del tren. Caminé lenta, pesadamente detrás de ella, viéndola caminar con las piernas tan separadas que parecía ir resbalando. Piernas que, por cierto, parecían torreones de algún edificio de fortificación y que, además, aumentaban mi extraño sentimiento presente en ese momento de que, si alguna vez salía del ascensor, caería en un universo lleno de agujeros sin sentido y de piernas y manos que parecían hechas de argamasa.
Salimos de un vagón donde las pantallas de la tele te gritaban cosas, un montón de cosas (porque palabras no eran), mientras yo me susurraba a mí mismo que dejase de apretar la cajetilla en los pantalones, que no por eso iba a poderlo encender antes. Joy no me oía. Joy miraba a lo lejos en su propio ascensor. Joy parecía autista. La cara de Joy parecía autista. La boca de Joy parecía autista. Joy no se había depilado el bigote, y los reflejos del vagón hacían que su bigote pareciese aún más autista que ella, si cabía la posibilidad. El paisaje por el que el vagón rulaba parecía agreste, pero sólo lo parecía, porque un poco más allá podías ver los cartones de embalaje del paisaje y los paisajistas que iban pintando árboles y riachuelos y cascadas y todo lo demás sobre el cartón. Sí, todo ese paisaje que yo, mientras el tren avanzaba, apenas podía ver como a través de una mirilla instalada en alguna de las paredes del ascensor, al que sólo el sonido llegaba nítido, contextualizado: el sonido de los gritos de cosas y más cosas que las pantallas te gritaban sin piedad en el espacio del vagón. Por eso, por mucho que todo estuviese prohibido, fue un alivio salir. Y allí fuera, al calor, saqué la cajetilla, aplastada pero llena de gustosos cigarrillos que podría casi masticar, uno detrás de otro, hasta que llegásemos a donde fuese que Joy me iba llevando. Pero Joy me miró, despertando de pronto. Me miró y sonrió maliciosa, girando la cabeza. No no, me dijo. No podía ser. ¿Está prohibido? Te lo he dicho antes. No podía ser, pero era. Incluso ahí fuera, afuera, en la calle, al aire, lo que era en el exterior de cualquier avenida grisácea y plomiza, estaba prohibido fumar. Joy intentaba sonreír pero ya no le salía hacerlo sin maldad. Ya fumarás en la oficina. ¿Una oficina? Sólo queda un rato para que lleguemos. No, de verdad, que si no fumo no soy yo. Mira, tómate un caramelo. Que no Joy, que si no fumo no soy yo. Pero Joy tiró de la maleta y, pesadamente, mis piernas caminaron detrás de ella, cerrando los ojos para abrirlos a una realidad donde los edificios jugaban con pelotas de tenis y los niños paseaban con bolsitas transparentes llenas de yogurt colgando de cada uno de sus dedos, pequeños (diminutos) Eduardos Manostijeras con los filos a punto de desparramarse llenando la calzada de una capa de ácidos lácteos y pegajosos.
No sé cómo llegamos al ascensor, pero estaba vacío. Era el ascensor a la oficina, en el que mis ojos miraban sin dueño las marcas que otros ojos podrían haber dejado. Me respondieron dos carteles de abrelatas y un póster de una estrella chinesca del pop, guiñando los labios, pero que se quedasen, que se quedasen con las salidas de emergencia. El lugar no había caído. Mis piernas avanzaban. La mano autista de Joy apuraba la puerta translúcida de un lugar que olía a insecticida y cuyas pelusas avanzaban por el suelo como cucarachas salidas de la tensión nuclear que provocan sillones tan lilas y mesas tan carcomidas de envoltorios de polvorones del año pasado. Esta es la oficina. Aquí puedes fumar. Pero la prohibición había surtido efecto. Sí, desde luego. Encendí el carbón con las manos temblando y una cucaracha que me subía por las rodillas, una calada profunda, un profundo estiramiento de mis pulmones para que sacasen de golpe todo lo que hasta ese momento mi mente encerrajada había albergado, pero no era lo mismo, no era siquiera una calada con sabor (el sabor, seguramente, se habría quedado en el ascensor donde esos ojos y esa sonrisa), siquiera una calada que me golpease del todo en la tapia y me dejase trasplantado, cualquier lugar, un mareo (¡ni siquiera un mareo después de un día de espera!). 
Este no soy yo, me dije, de un traspiés, moviendo la maleta, recorriendo la terraza de la oficina donde sólo una silla solitaria parecía observar el paisaje polar. Este no soy yo, me dije, y es imposible salir del ascensor.
Respiré en conjunto y, durante un rato, me dediqué a observar la silla que a su vez parecía observar el paisaje: una silla donde a veces parecía estar sentado el pobre Albert leyendo revistas del corazón, donde a veces (encendiendo el segundo cigarrillo) veía a una rata de tripa gorda y abultada que subía y bajaba por las patas, donde a veces veía las torres de amarillo de una ciudad que emergía del mar. Todo se estaba volviendo loco y me sentí caer. Arrastrando las piernas, me dejé caer en la silla. Yo mismo. La silla de cualquier personaje que anduviese por allí. Joy había desaparecido o dormía. Joy canturreaba música popular. Joy jugaba al ordenador en las salas de la oficina. Pero Joy daba igual. Ella no era ningún personaje, y por eso me senté bien, me aposenté y encendí un tercer cigarrillo, lentamente, cerrando los ojos a ese vacío donde siempre encontraba una cara que me cruzaba de refilón en la puerta del supermercado, un par de ojos azules que apenas se posaban un instante sobre mí en las puertas del ascensor y que, quizá por eso, me marcaban a fuego. Aspirando el humo profundamente, sintiendo la calada resbalando por dentro de mí, aspirando todos sus ojos azules y todas sus sonrisas, volví a abrir y todo se abrió, tal cual se abren los vientos, las mareas, las puertas de una casa cuando llaman al timbre, las puertas de metal que conducen a una terraza, una terraza donde las líneas rectas llegan hasta una silla y su respaldo, hasta la cabeza de este hombre de cara lampiña y rostro cruzado. Este hombre que ahora observa el contorno de los rascacielos y edificios que cortan el cielo gris, totalmente nítido, totalmente real, poblado de ojos enormes y sonrientes. Un cielo cortado por un hilillo de humo que, muy despacio, va saliendo de entre sus labios y se funde con el horizonte. Un hilillo de humo que, por fin, ha logrado salir.

domingo, 21 de junio de 2015

China es Dinero

Me lo dijo Eric, un chino-gitano que, estoy seguro, habría preferido nacer en algún parque de Manhattan, con una manzana debajo de la nariz y una dote de talentos para el basquet callejero. Seguramente tampoco le habría importado nacer en una calle del Albaizín, empotrado en unas escaleras diminutas, bebiendo cerveza de algún litro pero sin llegar a beber, marcando suavemente las cuerdas de su guitarra que rebotan por las paredes de alrededor, sin dejar de mirar de reojo a través de sus gafas como si algo o alguien fuera a aparecer de entre las sombras. Esa mirada precavida por detrás de los cristales, ese constante recelo en su expresión (ahora me doy cuenta) es un gesto típicamente chino, típicamente adosado a un semblante que te mira desde la desconfianza o la extrañeza, preguntándose qué puede querer el otro de mí, qué puede querer ese otro tan extraño y diferente que camina por la calle, justo a mi lado.
Pero como Eric me dijo que China es dinero, y como yo le creí (como me creo todo lo que me dicen mis amigos), lo primero que hice nada más llegar, aprovechando que era domingo, fue ir al banco y abrir una cuenta.
Cuando me senté en la ventanilla, el chino del banco me miró como quien mira a un igual, a un antiguo compañero de colegio que reconoce al otro lado del cristal. Me sonrió un par de veces, señalando con un dedo el lugar de la firma, la comanda de la expresión ¥, la realidad de los papeles que me entregaba como desposeídos de cualquier otra utilidad que la de entablar una relación entre nosotros. Firma, amigo. Aquí, un yuan. Casi sin mirarme pero sin dejar de comprender que yo estaba ahí, al otro lado de la ventanilla. Claro, si China es dinero, qué mejor lugar para la mutua comprensión que un banco, qué mejor lugar para el sentimiento de entender a los demás, incluso cuando un guardia de seguridad pasea por detrás de ti y le ves reflejado en los cristales con indistinta expresión, regulares sus pasos, apretando una pistola que parece de juguete en sus cinturones enlazados. Pero el taconeo del guardia no me impedía sentir que el chino de la ventanilla sabía algo de mí que incluso a mí se me escapaba. A saber, una política de cambio, una nueva regulación para el tabaco, un champú que me ayudaría a recuperar el pelo, un consejo, quizá, una advertencia de hermano mayor la primera vez que el canijo tiene que ir solo a coger el metro. Todos sus gestos eran rápidos, casi felices, apuntando y  desapuntando, tecleando para volver, repitiéndolo todo sobre una mesa abarrotada como si no quisiese abandonar ese momento, dejando caer los billetes muy lentamente desde sus manos porque, en realidad, todo allí trataba de nosotros, separados por un cristal, conectados por el micrófono que reverberaba sus palabras al otro lado, sus dedos a punto de rozarme cuando me entregaba el fajo cambiado y me indicaba, sonriendo, que los contase yo mismo para comprobar su buena fe.
Soy muy malo en matemáticas y el dinero, en realidad, me importaba un comino. Lo único que no dejaba de pensar era qué le daba yo a cambio. Dónde estaba mi comprensión de algo que él no podía llegar a saber de sí mismo. ¿Era el tiempo en sí?
Fue cuando salí del banco, con mi nueva tarjeta de crédito y un código de seguridad que el chino me había ayudado a escoger, cuando las miradas extrañas, recelosas, me cuajaron como un garrote en medio de la calle y, queriendo volver a ese lugar de calma y comprensión, me giré y vi en el interior del banco una fila de personas indistintas que parecían sonreír con sus cheques y facturas y contratos apretados, esperando a su turno para llegar a ver al chamán. ¡Claro! Era él ese chamán de la aritmética y fluctuaciones monetarias, el trapecista de los contratos de plusvalía e interés. Y qué quiere un chamán sino la unión de los dioses y sus compañeros de tribu. Nada más. Por eso era domingo, me dije, seguro, el día de los feligreses, cuando por la calle, frente a mí, pasó un chino diminuto con su mirada precavida y en su mano, bamboleándose, una bolsita transparente llena de cerezas, cerezas que brillaban, frescas, mojadas, casi danzando en su interior.
Desde luego, una bolsa de cerezas frescas era mucho más interesante que una tarjeta de crédito y una fila para llegar al chamán, así que en seguida me olvidé del banco y fui siguiendo durante toda la tarde esa bolsa brillante, de la misma forma que un hombre sigue siempre su propia peregrinación. Pero esa es otra historia.