domingo, 21 de junio de 2015

China es Dinero

Me lo dijo Eric, un chino-gitano que, estoy seguro, habría preferido nacer en algún parque de Manhattan, con una manzana debajo de la nariz y una dote de talentos para el basquet callejero. Seguramente tampoco le habría importado nacer en una calle del Albaizín, empotrado en unas escaleras diminutas, bebiendo cerveza de algún litro pero sin llegar a beber, marcando suavemente las cuerdas de su guitarra que rebotan por las paredes de alrededor, sin dejar de mirar de reojo a través de sus gafas como si algo o alguien fuera a aparecer de entre las sombras. Esa mirada precavida por detrás de los cristales, ese constante recelo en su expresión (ahora me doy cuenta) es un gesto típicamente chino, típicamente adosado a un semblante que te mira desde la desconfianza o la extrañeza, preguntándose qué puede querer el otro de mí, qué puede querer ese otro tan extraño y diferente que camina por la calle, justo a mi lado.
Pero como Eric me dijo que China es dinero, y como yo le creí (como me creo todo lo que me dicen mis amigos), lo primero que hice nada más llegar, aprovechando que era domingo, fue ir al banco y abrir una cuenta.
Cuando me senté en la ventanilla, el chino del banco me miró como quien mira a un igual, a un antiguo compañero de colegio que reconoce al otro lado del cristal. Me sonrió un par de veces, señalando con un dedo el lugar de la firma, la comanda de la expresión ¥, la realidad de los papeles que me entregaba como desposeídos de cualquier otra utilidad que la de entablar una relación entre nosotros. Firma, amigo. Aquí, un yuan. Casi sin mirarme pero sin dejar de comprender que yo estaba ahí, al otro lado de la ventanilla. Claro, si China es dinero, qué mejor lugar para la mutua comprensión que un banco, qué mejor lugar para el sentimiento de entender a los demás, incluso cuando un guardia de seguridad pasea por detrás de ti y le ves reflejado en los cristales con indistinta expresión, regulares sus pasos, apretando una pistola que parece de juguete en sus cinturones enlazados. Pero el taconeo del guardia no me impedía sentir que el chino de la ventanilla sabía algo de mí que incluso a mí se me escapaba. A saber, una política de cambio, una nueva regulación para el tabaco, un champú que me ayudaría a recuperar el pelo, un consejo, quizá, una advertencia de hermano mayor la primera vez que el canijo tiene que ir solo a coger el metro. Todos sus gestos eran rápidos, casi felices, apuntando y  desapuntando, tecleando para volver, repitiéndolo todo sobre una mesa abarrotada como si no quisiese abandonar ese momento, dejando caer los billetes muy lentamente desde sus manos porque, en realidad, todo allí trataba de nosotros, separados por un cristal, conectados por el micrófono que reverberaba sus palabras al otro lado, sus dedos a punto de rozarme cuando me entregaba el fajo cambiado y me indicaba, sonriendo, que los contase yo mismo para comprobar su buena fe.
Soy muy malo en matemáticas y el dinero, en realidad, me importaba un comino. Lo único que no dejaba de pensar era qué le daba yo a cambio. Dónde estaba mi comprensión de algo que él no podía llegar a saber de sí mismo. ¿Era el tiempo en sí?
Fue cuando salí del banco, con mi nueva tarjeta de crédito y un código de seguridad que el chino me había ayudado a escoger, cuando las miradas extrañas, recelosas, me cuajaron como un garrote en medio de la calle y, queriendo volver a ese lugar de calma y comprensión, me giré y vi en el interior del banco una fila de personas indistintas que parecían sonreír con sus cheques y facturas y contratos apretados, esperando a su turno para llegar a ver al chamán. ¡Claro! Era él ese chamán de la aritmética y fluctuaciones monetarias, el trapecista de los contratos de plusvalía e interés. Y qué quiere un chamán sino la unión de los dioses y sus compañeros de tribu. Nada más. Por eso era domingo, me dije, seguro, el día de los feligreses, cuando por la calle, frente a mí, pasó un chino diminuto con su mirada precavida y en su mano, bamboleándose, una bolsita transparente llena de cerezas, cerezas que brillaban, frescas, mojadas, casi danzando en su interior.
Desde luego, una bolsa de cerezas frescas era mucho más interesante que una tarjeta de crédito y una fila para llegar al chamán, así que en seguida me olvidé del banco y fui siguiendo durante toda la tarde esa bolsa brillante, de la misma forma que un hombre sigue siempre su propia peregrinación. Pero esa es otra historia.


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